Después de 37 años de trabajo, fue él quien cerró, simbólicamente, la última puerta de la Estación Sud de trenes en Bahía Blanca. No hubo comunicado oficial, ni acto de despedida, ni autoridad que se presentara para informar. Solo el paso de los días, el silencio y la ausencia.
“No tenemos comunicado de nadie”, repite con resignación. “Quedan dos salas, una mecánica y otra de infraestructura. Pero lo que era la parte operativa… no hay más nadie.” González no habla desde la bronca, sino desde la tristeza de quien supo lo que significó el tren para esta ciudad y su gente.
La Estación Sud, declarada Monumento Histórico Nacional, arrastra un deterioro que ya no es solo simbólico. Tornados, granizo e inundaciones dejaron la planta alta destruida, relojes rotos, cúpulas abiertas, marquesinas voladas.
González habla con una mezcla de memoria y luto. Recuerda los días de movimiento constante, los trenes repletos de pasajeros que salían y llegaban de Buenos Aires, pasando por Pigüé, Saavedra, Coronel Suárez, Lamadrid. “Transportábamos entre 600 y 700 pasajeros por viaje. Era un servicio para el laburante. Lo que viajaba uno en micro, iban cuatro por tren”.
Pero ese sistema ya no existe. El servicio se interrumpió tras un descarrilamiento que terminó judicializando el uso de las vías. Desde entonces, la espera se convirtió en abandono. “Es como tener una pizzería sin harina. Sabés que se va a morir”, sentencia González con franqueza. Ni la Nación ni la Provincia retomaron el proyecto. “Hay proyectos presentados en el Senado, pero no hay nada concreto. No hay ni un hilo de esperanza.”
En los 90 comenzó la decadencia, la privatización, los despidos, los pueblos desconectados que vivían exclusivamente del tren. “El ferrocarril llevaba todo: sal, alimentos, materiales. Y la carga financiaba los boletos. Era un sistema solidario. Era un sistema vivo.”
Hoy, las estaciones intermedias están vacías. Algunas fueron tomadas por municipios para escuelas o talleres, otras simplemente se desmoronan. Nadie se hace cargo. “Si en algún momento se reactiva, van a tener que traer gente nueva. Ya no queda nadie. Nos fuimos todos.”
José no subió a un tren en sus 37 años de servicio. Su lugar siempre fue la estación. “Mi viejo fue ferroviario. Mis tíos también. Yo heredé eso.” Hoy, al recorrer los pasillos solitarios, se siente como un sobreviviente de otro tiempo. Uno donde el sonido de la locomotora no era nostalgia, sino presente.“Mucha gente lo lamenta. Y no solo por la pérdida del servicio, sino por lo que significa. Hay algo emocional que se rompe”, dice. Y lo resume en una imagen brutal: “Hoy no hay jefe, no hay tren, no hay comunicado. Sólo el silencio y una estación que agoniza sin testigos.”
José María González fue el último jefe. El último eslabón de una historia que, al menos por ahora, no tendrá próxima estación.
Esta entrada ha sido publicada el 17 de julio, 2025 14:45
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